GUAYABERA POLÍTICA
Perfecto, no era. Como ningún ser humano lo es o cosa alguna de este planeta. “Por eso”, explicaba mi abuelita Adela Magaña – luterana-, tras abordar asuntos de Dios y hacerle preguntas: “al lápiz le puso Dios borrador”. Exacto.
Virtuoso, tal vez sí. Era quien hacía reír a uno de la nada o trasportar a cualquiera a planos del intelecto trascendente con un simple mensaje.
Nunca lo busqué. Fue la vida –“el destino”- la que lo puso enfrente. Un día llegó a mi vida y no se fue jamás. Ese día llegó a “Clarín”, en Casablanca, y empezó a hablar de todo. No exagero…
De estudios, experiencias, heridas, alegrías. De todo. En un momento, dijo: “Como si hubiera venido a confesarme”.
Tenía 23 años. Ingresó al equipo editorial. Creó la columna: “Qué Onda”. Fue subdirector del semanario.
Había platicado hasta de haber tenido un gato juguetón, una novia –inolvidable- en la Facultad de Ciencias Políticas, jugado fútbol americano, sufrido un accidente motociclístico en el que perdió un ojo y un dedo… De qué no hablaría.
En cuestión de minutos se metió en mi mundo… Había llegado, sin yo imaginarlo, para acompañarme, para regalarme un poco o un mucho de su bagaje, brindarme su amistad durante 38 años de altas y bajas, de claros y oscuros.
Prevalecieron las altas y los claros que ninguna tormenta, que sí las hubo, empañó jamás.
Sabíamos que el tiempo no se detiene y que la vida se puede terminar en cualquier momento pero nunca hablamos de la muerte, menos imaginamos que estuviera al acecho de alguno de los dos.
Fue reacio, refractario, a la gente vulgar, hipócrita o auto hipervalorada, esa acostumbrada a ponerse 10 en todo.
Prefirió siempre la verdad –“aunque duela, jefe de jefes”-, a la mentira que ilusiona y alimenta falsas expectativas forjadoras siempre de fracasos.
Profesional, impulsó aquí talleres de redacción y crónica periodísticas.
Era delegado de la Fraternidad de Reporteros de México, Á.C., FREMAC, que çomanda nacionalmente Juan Bautista Águilar, tres veces Premio Nacional de Periodismo.
Frecuentemente, sin citarlos, argumentaba sus opiniones basado en enseñanzas de Platón, Sócrates, Mao, Karl Marx, Hegel, Kant, Weber…
Cuando se le contradecía en alguno de sus puntos de vista, por la forma a veces cruda y hasta fuera de tono, sin citarlo, expresaba de memoria una frase de Buda: “Serenar la mente ayuda para que nuestras palabras sean justas, fluidas y armoniosas”.
Reíamos, finalmente, y las pláticas -en las que últimamente intervenían los excelentes amigos Samuel Soto Giles y Beto Hernández, integrantes del programa “Más de dos a las dos”, seguía su curso, ya con la mente “serena” y las palabras “justas, fluidas y armoniosas”, como exigía el sabio hindú.
Aprendimos que para una convivencia amistosamente productiva, lo que molesta debe de evitarse y que, como en un rompecabezas, no hay que forzar la colocación de las piezas en donde no caben.
A principios de siglo, fue huésped en mi departamento familiar –altos de la farmacia Canto, Avenida Madero y Sánchez Mármol-, cerca de año y medio.
Lector contumaz, “devoró” literalmente el abasto de la biblioteca en la que encontró obras sobre periodismo norteamericano, alemán, británico y por supuesto mexicano.
Por las noches, en la esquina del balcón del departamento, se registraba un útil encuentro entre ambos para comentar el tema leído y este no concluía hasta que el reloj marcara las dos o las tres de la madrugada.
Se “extravió” un libro de Hernán Uribe, quien fue secretario privado de Pablo Neruda, en el que se ocupó de la obra y gran parte de la intensa vida del enorme poeta chileno, una de las grandes glorias de las letras latinoamericanas y del pensamiento universal.
Nunca se “acordó” en donde lo había “dejado”.
Hoy, ya no está. Se ha ido. Tomó el camino que no pensaba andar todavía. El que alguna vez lleva a los hombres y a las mujeres a convertirse en recuerdos, en añoranzas, en nostalgias, pero también en enseñanzas, alegrías, experiencias y en huellas permanentes.
Ya nos tocará entrar a esa senda, ojalá que sin remordimientos, y tomar los avíos con sonrisas y agradecimientos. Son cosas de Dios y del tiempo.
Descanse en paz mi gran amigo, mi colega, mi compañero Eduardo Salinas Pérez. El amigo, el colega, el compañero en cuyo alrededor siempre soplaron vientos venturosos, frescos, alentadores siempre de formas de vida democrática.
Y çallo, no porque quiera, sino porque «Cuando un amigo se va…», se agolpan los sentimientos y nos invade la tristeza. Ya. Descanse en paz.