LA POSTA
HOJA UNO. Vivíamos en un mundo de números y letras que les daban nombre, peso y sentido a las cosas y en eso llegó la pandemia. En los primeros dos años del confinamiento, habían desaparecido por nula demanda, los lápices, bolígrafos, libretas y cuadernos, los avisos de ocasión y las esquelas, la publicidad, los periódicos, los boletines de prensa, los oficios y memorándums, las firmas autógrafas y las recetas médicas. Poco a poco, se fue desgastando el lenguaje, se fueron quedando sin oficio los escritores y periodistas, y los lectores sin el beneficio de la narrativa, el olor de la poesía y la prosa. Al cabo de cuatro años, sin horario de verano, desperté con la novedad de que había desaparecido la escritura. Pordiositosanto.
HOJA DOS. La vida es como un libro impreso que los primeros años es digno de lectura, pero conforme pasa el tiempo, el que no es resguardado en la biblioteca, se deshoja, se aja, se pone amarillento y termina como material para piñatas o arrumbado en un rincón sin que nadie se interese en leerlo; la humedad hace estragos, la polilla se apodera de sus hojas y finalmente termina en un basurero, para volver a ser humus, tierra fértil. He visto morir un siglo y nacer otro; soy afortunado sobreviviente de los maravillosos años 60s, viví el auge de las salas de cine, las vi caer y levantarse, hasta quedar en estado de reserva. He visto el auge de los libros impresos, he comprobado su gran influencia social y educativa (los textos leídos en papel se fijan mejor en la memoria) así como los pronósticos de su desaparición total y su regreso momentáneo gracias a la cauda de excelentes autores y temerarias editoriales; compruebo su virtual caída en picada por la digitalización. He visto caer la escritura y la lectura sustituida por la facilidad de la imagen y el audio.
HOJA TRES. Por cambio de residencia, un familiar me obsequió 100 kilos de enciclopedias y libros clásicos que se estaban arruinando en libreros estorbosos. De estos aparté una interesante y excelente edición de la “Nueva enciclopedia temática estudiantil” de editorial Océano para compartirla con mis pequeños nietos. De los libros propios que tengo en casa, entusiasmado se me ocurrió armar un sitio de lectura en la sala de espera de un taller mecánico de confianza al que soy asiduo cliente y seleccioné tanto libros como revistas que consideré de interés para lectores inquietos y desesperados que esperan el arreglo de su coche. Hace un tiempo mi amiga Sheila Dorantes me obsequió un centenar de libros que ya había leído y quería compartir con nuevos lectores.
LA ÚLTIMA. Todos estos intentos por compartir libros y lectura, han fracasado. La respuesta al ofrecimiento de la enciclopedia estudiantil fue un rotundo rechazo, ya no tienen lugar donde colocarla, son apenas ocho ejemplares, pero resultan muy estorbosos, como decía mi madre a propósito de los acumuladores compulsivos, “entre menos bulto, más claridad”. La sala de lectura en el taller mecánico, otro fracaso. Ayer que acudí a revisión de mi auto, vi cables y herramientas sobre la caja exhibidora de libros y revistas que sigue intacta como la dejé hace 15 días sin que nadie se interese por ver su contenido ni por curiosidad. A mi amiga Sheila le he quedado mal, hasta la fecha no he pasado a recoger a su casa los libros por problemas de agenda y de transporte. En este tiempo de la digitalización, los celulares y la comunicación en línea, los libros y los adultos mayores tenemos mucho en común. La vida es como un libro impreso. Sea por Dios.