El Tutupiche en Carta Abierta

 

Corría, bueno, más bien caminaba muy lentamente el año de Mil Chorrocientos y tantos, entre la salida del Año del Caldo y la entrada del Año de la Cachetada, cuando en la Villahermosa antigua, había muy pocas familias, y por lo tanto, todos se conocían, pues vivían prácticamente en la misma calle.

No sabían entre sí, sus nombres y apellidos, la gente no era muy chismosa como ahora, más bien se identificaban por un alias o un apodo, así era más fácil definirlos entre todos.

De esa forma, o más bien deforma, se identificaba a Don Ese y a Doña Esa; incluso la casa de Don Ese, tenía una enorme letra ‘Ese’ en su tejado.

Don Ese se dedicaba a hacer esculturas precisamente con ‘heces’ y Doña Esa a ‘esas’ labores propias de la mujer, como regañar al marido por cualquier cosa, o buscarle quehacer si lo veía descansando en su hamaca, cuyos hamaqueros eran en forma de ‘eses’.

Unos vecinos comentaban que le decían de cariño ‘Don Ese’ porque su verdadero nombre era ‘Esequiel’ (así con ‘ese’, ya ven que las secretarias del registro civil escriben el nombre a como se les da su regalada gana) y que Doña Esa se llamaba Artesa, pero perdió el Arte en el lavadero y solo se quedó con su tres ultimas letras.

Al lado, pero sin alas, vivían Don Frijol y Doña Frijola, quienes cultivaban y vendían habichuelas; tenían cuatro hijos varones: el Negro San Luis, Pinto, que le encantaba irse de pinta, Carita, que era el galán, y Michigan, un chaparrito, y una hembra: Flor de Mayo, pero todos eran buenísimos ‘pa´l pedo’

Mero enfrente vivían sus parientes: Don Frijol con Puerco y Doña Frijola con Puerco, quienes obviamente vendían la tradicional comida tabasqueña, y tenían dos hijos a quienes llamaban: Costillita, porque era flaco y se le asomaban todas las costillas, y Carne Salada, quien estaba más salado que un obrero de las salinas.

A un costado se ubicaba la casa de Don Cara de Huevo y Doña Cara de Huevo, quienes fueron los primeros vendedores de blanquillos en Villahermosa, mucho antes que a los Juaritos les salieran pelos.

Tenían tres vástagos a quienes identificaban como: Huevo de Pava (parecido con El Canelo Alvarez) el Colorado (un tipo que siempre se mantenía rojo de la cara por tanto trago que consumía) y Blanco (que ni a pleno sol del día agarraba color).

Adelantito estaba la choza de Don Talega de Mono y Doña Talega de Mono, que se especializaban en hacer talegas, y la mujer, que era una monada, se dedicaba a realizar monerías; curiosamente siempre se vestía de seda.

Su prole la integraban: Monigote, un chamaco muy necio, Monero, que era muy bueno para las caricaturas, y Monaguillo, que ayudaba al cura de la parroquia.

Más ‘allaito’ vivían Don Chaqueta Pinta y Doña Chaqueta Pinta, excelente sastre y destacada costurera, respectivamente; el primero se alzaba el cuello con sus trabajos, pero cuentan que ella era la que hacia unas chaquetas divinas, que hasta reviraban los ojos los clientes, al verlas.

Tenían dos descendientes, conocidos como: Chaquetín y Pajita, que a decir verdad, estaban ‘medio quesos’, pero según agregaban, era un mal de familia, por tantas chaquetas que hacían en esa casa.

Al final de la calle estaba Don Cagalar sin fleco, el carnicero de la ciudad, que luego de vender toda la carne regalaba las vísceras a los más pobres y a gente de las rancherías que acudían a la ciudad, ya sea para comprarle una ‘hece’ escultórica a Don Ese, un kilo de judías a Don Frijol, un caldo a Don Frijol Con Puerco, una reja de blanquillos a Don Cara de Huevo, una talega a Don Talega de Mono, para llevar todas sus mercancías, o simplemente para que la mujer de Don Chaqueta Pinta, les hiciera una primorosa chaqueta, que disfrutaban al instante, aunque en realidad era para presumir hasta diciembre.