GUAYABERA POLÍTICA
Son varios -a cual más de interesantes-, los asuntos que encontró el reportero en el ambiente nuestro de cada día, al regresar a la brega periodística después de un retiro involuntario de cinco semanas, debido a cierta dolencia que, aunque benigna y por fortun superada, obligó un reposo casi absoluto.
No obstante, antes de empezar a atender aquellos que más mueven su atención e interés, desea referirse a uno que, por persistente y dañino, se elige para “abrir plaza”, es la empecinada actitud de quienes no cejan en su avidez de desvirtuar toda acción, toda decisión del Presidente de la República o del Gobernador del Estado, del actual o del que, licenciado, se marchó a Bucareli, por bien intencionada o benéfica que sean.
Tendrán –tienen- estas personas asumidas como críticos o analistas políticos, todo el derecho de hacerlo, por supuesto, esto no es discutible, pero viendo que el país vive bajo un régimen de derecho dentro del cual el de expresarse con entera libertad es más que una garantía constitucional, no se entiende muy bien y mucho menos podría aceptarse, que para referirse a hechos o dichos gubernamentales, se tenga que recurrir al inulto, a la ofensa, vertido esto hasta con “odio jarocho”.
Abordar hoy en día cualquier tema mediante la voz o la escritura por parte de estas personas, está yendo incluso más allá del ejercicio pleno de una garantía constitucionalmente establecida, buena parte de estos “críticos”, de estos “analistas”, que más bien parecieran verdugos a sueldo, está infectada de excesos, de inexactitudes, utiliza términos ofensivos, frases peyorativas, hirientes, si en las redes sociales mucho mejor, pero el Estado, el Gobierno, tanto el nacional como el estatal, toleran y garantizan sin perseguir a nadie, sin molestar a los atacantes siquiera con la “espina de un chayote”.
No reparan estos ejecutores en el hecho de contar o no con autoridad moral para tratar inclusive de marcarle línea al Presidente, al Gobernador, o a los políticos que para bien o para mal acompañan a cada uno en sus respectivas esferas de poder.
Muchos de ellos no soportarían el menor juicio y al final quedarían expuestos como vulgares y atrevidos intrusos de la cultura con una insultante superficialidad intelectual y política de lo más aterradora.
Por ello el título de esta entrega de “Guayabera Política”: ¡Vamos quitándonos la máscara!… Porque si nos atrevemos a exigir una actitud nueva al gobierno y a quienes lo hacen posible, se debería de ofrecer a la sociedad exactamente lo mismo, una actitud nueva, responsable, una nueva forma de analizar, una nueva forma de criticar, desde la trinchera en la que comentamos y analizamos los temas de interés general registrados en nuestro entorno.
Se tendría que hablar, necesaria y lógicamente, de lo nuevo en todos los aspectos, en todos los sentidos. Tendríamos que hablar de un México diferente, quizá nuevo, naciente, asomándose a una nueva dimensión política, social, económica, también de un Tabasco que quiere insertarse en ese cambio de ruta.
Tendríamos que habar de periodistas nuevos y tal vez hasta de verdugos nuevos.
¿A poco no sería magnífico renovarnos todos, buscar las cosas nuevas que cambiaran lo contaminado por lo puro, lo falso por lo verdadero, el odio por la concordia, el insulto por la información trascendente, la vulgaridad ofensiva por el análisis orientador, constructivo, elevado?
Sería excelente buscarlas. ¿Te atreverías tú, crítico tabasqueño, a ser tu verdadero yo? Encontrarías que es mucho más agradable, ciertamente, lo genuino, lo real, que cualquier adorno o condición o actitud que trataras de imponer a tu personalidad.
Fingir, cansa. Cansa y demerita. Pretender que somos lo que no somos es vil y detestable engaño.
El escritor marsellés, Edmund Rostand, glorioso por su obra Cyrano de Bergerac, escribió alguna vez: “El que quiere parecer, renuncia a ser”.
Todo fingimiento, entonces, resultará falsedad. No sirve. No se puede proponer honor si se es deshonrado. Si no se tiene siquiera idea de lo que sea esto.
No hay que tener miedo a ser uno mismo. Si somos ladrones, negligentes e ineficientes y esto nos enorgullece en lo personal y a nuestras familias, y hay de estos en el gobierno, alentemos que sean los mejores del siglo, del nuevo milenio, y nos inviten a participan en el asalto, pero si somos honestos y respetamos el compromiso de contribuir con el enriquecimiento humano de la sociedad y el perfeccionamiento de las instituciones, aportemos lo mejor de nuestro acervo para que los delincuentes sean cesados y procesados, metidos a la cárcel, y para que la sociedad se supere, sea fuerte y participativa, para que apruebe o desapruebe las acciones basada en la razón, para que norme de mejor manera su criterio y emita juicios válidos y universales, no ocurrencias hirientes, odio acumulado, calificativos surgidos de la más horrenda superficialidad cultural y política.
Dejemos de ser creídos y pedantes. Dejemos de envenenar a la sociedad y de hozar en la fama de los gobernantes única y exclusivamente para ver si “nos llaman”, si “nos hablan” para “negociar” – ¡oh!- para ver qué nos dan.
Veámonos en un espejo. Y preguntémonos: ¿Somos dignos de lo que hacemos, de cómo lo hacemos y porqué lo hacemos?
¡Vamos quitándonos la máscara! ¿Le parecería bien, amable lector?